Aquellos que peinan canas o lustran con orgullo sus experimentadas peladas y se dieron el lujazo de haberlo visto jugar dicen que hubo pocos como él. Patrón del mediocampo, una especie de Obdulio Varela pero de este lado del Río de la Plata, Eliseo Mouriño, el Gallego, fue uno de los grandes caudillos de la historia del fútbol argentino. Ordenaba, hablaba, empujaba. Y jugaba. Para los más jóvenes, un Mascherano de los años 40 y 50. Era un técnico con pantalones cortos y, caso atípico, fue ídolo en todos lados.
Nota diario Clarin
Fue amado por los hinchas de Banfield, club donde surgió y al que transformó con su personalidad a prueba de guapos en el más poderoso de los equipos chicos. Tanto prestigio recogió en el club del Sur del Gran Buenos Aires --con el que estuvo a punto de salir campeón del fútbol argentino cuando jugó el desempate con Racing por el título del torneo de 1951- que una de las tribunas del estadio Florencio Sola lleva con orgullo su nombre. Pero sus hazañas no se limitan a los colores verde y blanco del Taladro.
Fue pretendido hasta el cansancio por Boca, que lo buscó insistencia -dicen que hubo siete ofertas hasta que dio el sí- para que se hiciera el eje del equipo. Y en 1953 llegó para convertirse en ídolo formando un mediocampo que sale de memoria, con Lombardo y Pescia como laderos. Al año siguiente, ya se había ganado el respeto de la Bombonera y fue una de las grandes figuras del equipo campeón, que cortó una racha maldita de nueve años sin vueltas olímpicas. Allí, como ídolo indiscutido, permaneció hasta 1960, cuando un emergente Antonio Ubaldo Rattín pedía pista para reemplazarlo.
El Gallego también brilló en la Selección, donde jugó 25 partidos y fue bicampeón de la Copa América, en 1955 y 1959.
Ya con las rodillas cansadas y con 34 años, decidió estirar su carrera en Chile. Llegó a Green Cross, que también usaba el verde y blanco. Apenas jugó un partido. Ese maldito partido contra Osorno del que nunca pudo volver.