miércoles, 8 de enero de 2014

El INDIANO

Por Jose Luis Alvarez Fermosel - El Caballero Español

“Dicen que la distancia es el olvido…”. Así comienza la letra de una vieja canción.
El tiempo es el olvido, todo lo aleja, todo lo borra, dicen. El tiempo, barrendero de ilusiones…
El tiempo separa más que la distancia.

A mí me parece que no, porque siempre puede uno “hacerse tiempo” para ver a un pariente o un amigo.
Ahora bien, si tu primo vive en Pontevedra y tú estás afincado en la Isla de Man, la cosa se pone difícil. 
Algunos emigrantes italianos muy jóvenes, recién llegados a Buenos Aires, mostraban a sus primeros amigos argentinos las fotos de sus novias, que se habían quedado en un pueblecito de Sicilia o de Calabria.
Los porteños se preguntaban: “¿Qué hacemos con la foto, si la novia está en Italia?”.
Mucha gente que se moría de hambre en Europa, en posguerras y épocas de carestía, abandonaba sus hogares y se iba a América del Sur, donde se labraban un porvenir y algunos hasta se hacían ricos.
El Indiano –pongámosle la i mayúscula, porque se lo merece- fue un personaje arquetípico.
Se venía para las Américas, dejando atrás su aldea de Orense (en Galicia), o de Guecho (cerca de Bilbao, en las Vascongadas), su familia y su novia. Esto en lo que se refiere a España. 
Se radicaba en Buenos Aires, Río de Janeiro o Montevideo, donde trabajaba de sol a sol, por lo general en gastronomía.

El diamante, el baúl, el guacamayo…

Algunos regresaban ricos a sus pagos. Se hicieron la América.
Volvían con uno o dos dientes de oro, un sombrero Panamá, una sortija con un diamante como un garbanzo, un gran baúl, varias maletas y un guacamayo enorme y vistoso de plumas rojas, verdes y azules.
El loro no hablaba mucho. Pero de vez en cuando, en un rapto de inspiración, barbotaba: “Lorito real, lorito real, para España y Portugal”. Su dueño se lo había comprado a un mercachifle lisboeta en una almoneda de un puerto.
Otros se casaron con una mulata y se la llevaron a sus viejos pagos, donde causó una gran sensación.
Muchos volvieron solteros. Sus novias, a las que nunca olvidaron, con las que se cartearon los primeros años, se casaron con otros.
La casa en la que vivieron de chicos se convirtió en una sucursal del Banco de Santander.
Los menos, como Manolo, el portero y factótum entrañable de mi colegio de los Maristas, se dieron la gran vida allende los mares y volvieron sin un duro.
Manolo, eso sí, se trajo puestos los dos dientes de oro, que fulgían al sol cuando sonreía, cosa que -¡bendito sea!-, hacía con frecuencia.
El Indiano, como se los llamaba, porque venían de Las Indias, se convirtió en personaje de zarzuela, sainetes, películas en blanco y negro y folletines.
Integró el folkore español, al que se incorporó con sus trajes de lino, su bastón de caña de Malaca y sus modismos latinoamericanos.
No faltaron quienes se casaron con viudas jacarandosas y vivieron felices en una casa de piedra –la mejor del pueblo-. Tuvieron hijos que estudiaron. Casi todos se hicieron ingenieros, abogados o médicos (1). 
Eran otros tiempos. Siglos diecinueve y veinte: los primeros años del siglo veinte.
Eran, también, otras Américas.
Quedan algunos, casi centenarios -los de la última oleada-. Cuando les hablan de su lejano terruño a sus nietos, ya cuarentones, se les pianta un lagrimón.

(1) Ver “M’hijo el dotor”, un drama rural en tres actos del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez. Se estrenó el 13 de agosto de 1903 en el teatro La Comedia de Buenos Aires. La obra, que encumbró a su autor, plantea “(…) el conflicto entre la ética vieja crepuscular y la ética nueva, apenas diseñada en la aurora de ideales altamente revolucionarios”, señaló el médico, ensayista crítico y escritor italo argentino José Ingenieros.

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