Por Manuel Corral Vide -
Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Hay episodios históricos que de suceder en la era de las redes sociales darían que hablar a los chimenteros de turno, siempre a la búsqueda de muertos en los placares, morbo y deslices. Por ejemplo, en 1801 un conflicto militar enfrentó a España con Portugal. El mismo se conoce como ‘La guerra de las Naranjas’. Sucedió que, debido a la alianza mantenida con el emperador Napoleón I, derivada del Tratado de San Ildelfonso firmado en octubre de 1800, donde España se comprometió a conseguir que Portugal abandonara su tradicional amistad con Inglaterra. España lo intenta por la vía diplomática, pero fracasa. Por ello, el 27 de febrero del año siguiente, declara la guerra a su vecino. Y en mayo, bajo el mando del favorito Manuel Godoy, las tropas españolas toman varias plazas fronterizas, y ocupan militarmente la región del Alentejo. El regente portugués, Juan VI, que no estaba interesado en una acción armada, se apresura a negociar, y el 6 de junio se firma la llamada Paz de Badajoz que pone fin al conflicto. Portugal se compromete a cerrar los puertos a los buques británicos, acepta la soberanía española sobre Olivenza. Por su parte, el rey Carlos IV garantiza la soberanía portuguesa sobre sus territorios de ultramar. El nombre con que se conoce esta breve contienda se debe a que, a instancias de Godoy, los soldados españoles vuelven con ramos de naranjo que ofrecen a la reina María Luisa de Parma, a la sazón amante de Manuel Godoy, que hacía cornudo a un débil rey llamado vaya a saber por qué “el cazador”. Una historia para las revistas del corazón. Como anécdota, acotamos que en la ‘Guerra de las Naranjas’ participó un joven oficial del ejército español llamado José de San Martín, el mismo que 11 años después se pone a las órdenes de las autoridades de Buenos Aires. El Libertador de América que declina honores a favor de Simon Bolívar. Y de quien los libros escolares dicen: “Se estableció en Mendoza, formó allí un ejército, cruzó con sus hombres la cordillera de los Andes, derrotó a los realistas en Chile, armó una flota, continuó por mar a Perú, desembarcó con su ejército, entró en Lima y se adueñó del corazón del imperio español en América. Un militar criollo, José Francisco de San Martín, llevó a cabo esa formidable campaña entre 1814 y 1821”. Según el político e historiador Rodolfo Terragno López, un militar escocés, Thomas Maitland, había concebido el plan en Londres, a principios de 1800, basado en informaciones llevadas a Europa por los jesuitas expulsados por la Corona española del Virreinato del Río de la Plata. En la obra que revela el plan, hasta hoy desconocido, elaborado por un escocés dos décadas antes de la gesta de San Martín, se afirma que el hecho engrandece la figura del Libertador al develar que no fue un “iluminado”, sino un gran estratega que se preparó muy bien para la empresa que iniciaba y estudió todos los elementos disponibles para el éxito. La liberación de Chile y Perú le dio la razón en cuanto a la conveniencia de no insistir en ataques terrestres desde el norte argentino, donde ya se habían producido derrotas como Vilcapugio (“pozo santo” en quechua) y Ayohuma (“cabeza de muerto”) que diezmaron el ejército al mando de Belgrano. En aquella época se calcula que en las Provincias Unidas del Río de la Plata solo había unos 6.000 españoles nativos, un 1% de la población total. La mayoría eran mestizos. De hecho, hace unos años el escritor José García Hamilton genera una gran polémica al proclamar que San Martín era mestizo. Los criollos, aunque minoría en la sociedad colonial, eran veinte veces más que los españoles nativos, y en la teoría los mismos derechos. Y tenían poder. Un ejemplo fue Nicolás de Anchorena, el hombre más rico de su tiempo, tanto, que Estanislao del campo no dudó en incluirlo en su poema gauchesco ‘Fausto criollo’, donde pone en boca del diablo, como ejemplo de tentación de riqueza: “Si quiere plata, tendrá, /
Mi bolsa está siempre llena, / Y más rico que Anchorena, / Con decir quiero, será”. Llegó a tener 250.000 hectáreas de tierra, pero, como muchos otros estancieros criollos, nunca visitó alguna de sus estancias. Su primo, Juan Manuel de Rosas, era el encargado de administrarlas. Las estancias fueron la base de poder de los criollos rioplatenses, que fueron los principales impulsores de la Independencia de España y luego se organizaron como elite aristocrática, los estancieros, para modernizar el país, por un lado, y frenar su democratización, por el otro. Sus vidas novelescas, sus despilfarros en París, y sus caprichos fueron tema de más de una novela. Quedan sus palacios, algunos perdidos en la inmensidad de la llanura pampeana, y tal vez algunos vicios en la administración de la cosa pública que permanece en el imaginario popular.
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